sábado, 25 de enero de 2020

En el arte de la escritura he tenido suerte una vez más. Después de ya haber sido seleccionada en el concurso de 2018 (Relatos de Fiesta), un otro relato fue seleccionado: el que escribí para el XIII Premios Literarios Constantí, edición de 2019 (Relatos de Escuela). La entrega de los certificados será el 2 de febrero de 2020, en Constantí, Tarragona, España. Digo que tuve suerte porque mi relato se escribió solo. La historia es verdadera y formidable y yo solo tuve la maravillosa misión de ponerlo en la forma de un texto. Estoy muy contenta porque puedo dejar registrado, y quizás perpetrado, un gran suceso de mi familia, de mi abuela paterna, de cuya historia de vida relato una pequeña parte, pero de gran valor, que siempre me ha encantado. Tal vez sea ese suceso la explicación para que yo, instintivamente, haya seguido la carrera de la docencia. Comparto, a continuación, mi relato. Gracias por leerlo.

EL ÁRBOL DE LA ESPERANZA 

   Esa historia es verdadera, tal como se cuenta. Demuestra lo cuánto es capaz de hacer una sola persona por su prójimo cuando tiene compasión, y nos enseña que nuestras habilidades se convierten en virtudes honorables cuando son utilizadas para el bien de los demás.
   En pleno cambio de siglo, el dieciocho de marzo de 1900, llegaba al mundo una niña más. Hija única nacida en una pudiente familia. Pero así como el nuevo siglo llegaba trayendo muchos cambios y esperanzas al mundo, la niña creció con la convicción de que tenía una gran misión. Y no se dejó impresionar o seducir por las facilidades que el dinero le podía ofrecer. Al revés, cogió las riendas de esa suerte que la vida le regalaba y la condujo hacia la realización de su sueño de ser misionera. Nicolina Martins de Castro es esa niña y se convirtió en una mujer muy adelantada a su tiempo.
   Concluyó sus estudios en buenos colegios, un lujo en aquella época. Estudió en una gran metrópolis, pues donde vivía su familia —un pequeño pueblo rural del Estado de Minas Gerais, en Brasil— no habían escuelas. 
   Al concluir magisterio, otra gran pasión de su vida, Nicolina ayudó en la administración de la propia escuela y dio clases, con lo que adquirió muchos conocimientos en gestión y docencia.   En cuanto pudo, se fue a estudiar en Francia para hacer el noviciado, tomar los hábitos y convertirse en misionera. Pero a su padre, recién viudo,  a pesar de que admiraba la religiosidad de su hija, no le gustó la idea de tenerla lejos,  y mandó que la trajeran de vuelta. 
   Uno puede retrasar el llamamiento que le hace su corazón, pero no se olvida; y en cualquier momento, a la primera oportunidad, la persona corre hacia la realización de su más íntimo deseo.
Nicolina, obediente, volvió a Brasil y empezó a acompañar a su padre en sus visitas por las haciendas de su propiedad. Y fue en una de esas ocasiones cuando conoció al que sería su gran amor, compañero de vida y padre de sus catorce hijos. Su amor fue un amor prohibido, pues Ignácio era de familia pobre. Pero la joven y perseverante Nicolina, que veía con los ojos del corazón, solo se fijó en las cualidades de aquel hombre romántico y amable —virtudes que logró mantener a lo largo de toda su vida.
   Se convirtieron en un matrimonio hospitalario, acogedor, que ayudaba a los pobres y enfermos. Nicolina cumplía su vocación de misionera, con la pasión por la enseñanza siempre presente en su mente y corazón. La pareja era como un árbol en el que abundaban los buenos frutos. 
   A Nicolina le molestaba mucho el hecho de que en su pueblo no hubiera ni una escuela, y que los niños, en muy tierna edad, se fueran a trabajar en el campo, o estuvieran muy ociosos, perdiendo la oportunidad de adquirir nuevos conocimientos y desarrollar otras capacidades. Movida por esos sentimientos, Nicolina puso en marcha un plan acorde su vocación en cual podría usar sus conocimientos y pasión por la enseñanza. 
   La cumbre de su perseverancia llegó el día en que decidió establecer un aula bajo el cobijo de un gran árbol que existía en las tierras de su padre. La gameleira, árbol gigante, de de tronco y copa muy anchos, y que puede llegar a medir hasta veinte metros de altura fue el lugar elegido por Nicolina para empezar a dar clases a todos los niños y jóvenes de su pueblo. Como una metáfora, su visión para la educación en su pueblo era como un gran árbol, que se sobresale en la silueta de las ciudades, y que puede ser visto desde lejos, sirviendo de punto de referencia, convirtiéndose en parte del urbanismo de la ciudad que crece respetando los límites del viejo gigante. Manteniendo sus raíces, ampliando sus ramas y dando frutos —así veía a sus alumnos transformados por la educación.
   En el tronco de la gameleira, fijó una pizarra, carteles y paneles educativos. Cogió trozos anchos de madera e hizo bancos para los alumnos. Consiguió dinero para hacerles uniformes, comprar lápices y cuadernos. Elaboró y organizó toda la documentación necesaria para el control pedagógico y administrativo. Nacía una escuela! Surgía una profesora  misionera!
   Cuando todo estaba listo, Nicolina fue de casa en casa a pedir a los padres que enviaran a sus hijos de todas las edades a la escuela en el día concertado. La escuela estaba preparada para servir de puente hacia una nueva realidad para los niños y adolescentes de la ciudad de Sapé —hoy nombrada Guidoval.
  A diario, la profesora empezaba la clase enseñando valores cívicos a los alumnos. Ellos, debidamente uniformizados, estudiaban todos juntos a pesar de las diferentes edades, ¡al aire libre! Festejaban las fechas religiosas y históricas más importantes.
   A cierta altura del curso algunos alumnos empezaron a tener problemas de asistencia. La profesora, atenta, visitó a las familias y descubrió que muchos de ellos tenían tanta hambre a media mañana que no conseguían estudiar, perdiendo la concentración y el interés. Inconformista, consiguió dinero suficiente para empezar a ofrecer merienda a sus alumnos en su propia casa.
   Cuando todo estaba funcionando bien (alumnos puestos en el ritmo de los estudios, las exigencias básicas de la Secretaría de Educación observadas), invitó al inspector de educación de la provincia para conocer la escuela. Cuál fue la sorpresa del funcionario al llegar al lugar esperando encontrar a una escuela con paredes, y encontrar una sencilla, pero impecable estructura escolar preparada debajo de aquel gran árbol. Aquel hombre tuvo visión, no consideró la simplicidad de lo que veía, sino la perfección y amor con que todo funcionaba, y puso en conocimiento del Gobernador de la provincia el gran trabajo altruista y de gran calidad hecho por Nicolina. Así, la escuela obtuvo autorización legal para funcionar como cualquier otra, y fue nombrada "Escola Reunidas da Fazenda do Bom Sucesso".
   Con el paso de los años, se construyó un edificio para albergar la escuela, que funciona hasta el día de hoy, con toda la estructura común a todas las escuelas rurales. La gran idealista, fuerte y caritativa mujer realizó su sueño y el de muchas familias —todo eso con muchos hijos bajo su responsabilidad. Llegó a fundar otras dos escuelas en otras ciudades. 
   La educación es la herramienta que transforma vidas en nuestra sociedad. Nicolina lo sabía, vivió y compartió su visión con los demás, poniendo en práctica todo el conocimiento que pudo adquirir y desarrollar. Fue su propia vida una gran lección para todos. Valientemente asumió su misión, se entregó totalmente, vivió una vida al servicio de la educación. En una época en que la mujer no tenía la voz que tiene hoy, se hizo escuchar por la fuerza de sus argumentos y por la convicción que contagia a todos a su alrededor.  Era optimista, pero disconforme con la ignorancia que aplastaba a los menos favorecidos por el sistema. 
   La historia de mi abuela, Nicolina Martins de Castro Arantes, se mezcla con la historia de la educación de los pueblos de Sapé, Guidoval y Ubá, en Brasil, y hasta hoy resuena en la memoria de los que fueron favorecidos por su convicción y valentía en los principios del siglo XX.
Ignácio Arantes y Nicolina Martins el día de su boda, el 03 de septiembre de 1921.
Nicolina Martins de Castro en la década de 1920.
Más o menos así es una gameleira...


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