domingo, 30 de enero de 2022

Celebración para las aguas

Patrimonio natural. ¿Qué patrimonio es más importante, que aquel que garantiza la vida? Ella es la condición principal para que pueda existir vidas en otros planetas. Por eso, y por todos los bellos paisajes que nos proporciona, merece ser celebrada. ¡El agua!

Yo la celebro, y celebro también el cuarto año consecutivo en que un relato mío es seleccionado en ese concurso literario para, junto a otros 39 escritores, conformar un libro muy entretenido, lleno de buenas historias. Este año participaron alrededor de 500 relatos.

En ese relato presento una mezcla de realidad y ficción. El mito de la creación del hombre, de acuerdo con la cosmovisión de la tribu de los Kamaiurás existe y es así, como cuento en la obra, que aquel pueblo lo celebra y difunde verbalmente en la tribu a través de miles de años. El contexto en el cual el protagonista Pere se encuentra es de mi imaginación, pero no está muy lejos de lo que realmente ocurre en aquella comunidad. ¡Ojalá, después de leerlo, tengas ganas de incorporarte a la tribu de los que respetan el agua!

Leyenda de la foto de portada:
Mi hijo y yo en el jardín de nuestra casa, en Florianópolis, Brasil, 2013.
Celebrando el Día de los Indígenas en Brasil.

CELEBRACIÓN PARA LAS AGUAS

Mi padre, Guillem, era un antropólogo de la Universitat Oberta de Catalunya. Dirigía una investigación sobre los pueblos originarios de Brasil que se llevaba a cabo en la región central del país, solar de una cultura que existe desde hace más de 12.000 años: los Kamaiurás, una división del pueblo Tupi Guarani que, en su día, antes de la llegada de los navegantes del Viejo Mundo, fue un único y gran grupo étnico. Mi nombre es Pere, en aquel momento contaba quince años y le acompañaba en aquella aventura. Papá creía que sería una gran experiencia para mí… y no se equivocaba.

Las aldeas indígenas solo quitan la vegetación del espacio justo para sus ocas y para el patio donde hacen las celebraciones y rituales. La selva y los ríos son lo que los mantienen vivos y felices.


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Me resulta difícil de describir con palabras cómo transcurrió el primer día en la aldea. Todos estaban desnudos: hombres, mujeres, niños, ancianos. Me aterraba la idea de tener que desnudarme también, pero pronto me percaté de que aquellas personas ya sabían que las costumbres de los blancos eran distintas y nadie nos pidió que actuáramos como ellos. Me impresionó esa muestra de respeto hacia mí. Nadie me miraba de manera diferente, aunque demostraban curiosidad, principalmente los niños y los jóvenes, que no paraban de invitarme a ir con ellos al bosque. Mi padre me había advertido de que no me alejara mucho y, sobre todo, que hiciera caso a los avisos de todos ellos, incluso a los jóvenes y niños. Me explicó que ellos no poseían en su cultura el concepto de la mentira. No hacían bromas que pudieran ser confundidas en futuras ocasiones con algo serio, por ejemplo, gritar: “¡cuidado, serpiente!”, cuando no la había porque sabían que la selva estaba llena de desafíos y no podían perder a nadie por una tontería así. 

— Los indígenas genuinos no mienten, Pere — siempre me recordaba papá.

A pesar de conocer algunas palabras en castellano, pues en cierta ocasión anterior recibieron la visita de otro antropólogo español, Iaê, mi agradable compañía indígena en Xingú durante aquellos 14 días, tenía dificultad en pronunciar mi nombre y la única fonética que identificaba de Pere era precisamente la “p”. Debido al aspecto impoluto y blanco de mi piel (como ella misma parecía decirme a través de gestos), Iaê me rebautizó como “Pindí”, que en su lengua significa claro o limpio.  Con ella descubrí realmente un nuevo mundo; no solo en relación con la forma de vivir tan sencilla y autosuficiente, sino con otro que conocía muy poco: el mundo espiritual y trascendente.


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Indígena bañándose. Etnia Kamaiura. Foto: Renato Soares - Imagens do Brasil

Nunca me había bañado en un río, ¡y nunca me había bañado tanto! La diversión preferida de los niños y jóvenes kamaiurás es jugar en el agua, algo que hacían 3 o 4 veces al día.

Me quedaba hipnotizado con la visión de la hermosa Iaê jugando en el agua. Sus cabellos largos, de un negro profundo, brillaban como un cielo estrellado cuando emergía del agua con una sonrisa discreta, revelando una felicidad distinta de todo que yo había visto. Tenía la impresión de que Iaê elevaba una pequeña oración al entrar y al salir del agua, veía sus labios de color granate moverse sutilmente mientras sus manos acariciaban la superficie serena del río.

—Iaê, ¿qué dices cuando entras y sales del agua? —le pregunté por medio de gestos. Iaê se agachó, volvió a tocar el agua, me miró sonriendo y, con las pocas palabras que conocía me dijo en mi idioma:

—Hoy, noche, celebrar madre agua. Pindí entender.

Volvimos a la aldea. Era como la plaza mayor de un pueblo cualquiera, solo que alrededor del patio de tierra, en vez de construcciones de ladrillos, había “ocas”, unas viviendas de estructura de bambú y cobertura de paja hechas por los hombres, diáfanas en su interior, donde familias compartían el mismo espacio y dormían en hamacas hechas a mano por las mujeres. Reinaba una paz y alegría que jamás había experimentado.

Oca y centro de la aldea. Etnia Kamaiura. Foto: Renato Soares - Imagens do Brasil


Las ocas están hechas con estructura de bambú y paja como cobertura.
Etnia Kamaiura. Foto: Renato Soares - Imagens do Brasil

Papá se acercó a mí y percibió que mi cara había cambiado. Había levedad en mi mirada, me decía:

—Estamos de suerte, Pere. Hoy asistiremos una celebración muy importante que ocurre una vez al año, en la que el jefe de la tribu, el “cacique”, cuenta la historia de la creación del hombre de acuerdo con el relato de sus ancestros, para que las nuevas generaciones lo puedan conocer y los demás jamás lo olviden.

Era de noche y encima de nuestras cabezas se estaba desatando un espectáculo de estrellas como nunca había visto, ni siquiera en aquellas acampadas que había hecho con mis padres en las montañas de mi Cataluña natal. La tribu estaba reunida en el patio de tierra, sentada alrededor del cacique, con una resplandeciente hoguera y todos estaban hermosamente ataviados con plumas, collares y pinturas corporales de color rojo y negro. Iaê estaba preciosa, tanto que papá tuvo que avisarme de que el gran jefe empezaba a hablar. Papá sería el intérprete que me posibilitaría disfrutar del relato más impactante que jamás he escuchado hasta el día de hoy y que iba a cambiar mi vida para siempre.

—Cuando aún no existían los seres humanos, poblaban la tierra nuestros primeros abuelos. Ellos eran el pueblo árbol, el pueblo pájaro, todos los parientes animales y nuestros ancestros las estrellas.
Entre esas estrellas había una diosa llamada Iamaritsunã, que un día, al mirar hacia la Tierra desde donde estaba, se enamoró profundamente de una pequeño filete plateado que relucía en el corazón de un lugar sagrado.

Iamaritsunã cayó del cielo y se unió a aquel pequeño filete de plata y al integrarse en él se convirtió en la vida misma, en Morená, la generatriz de tres grandes ríos: el Ronuro, el Xingú y el Coliseu, a partir de los cuales se originaron todos los demás que conocemos.

Morená era tan maravillosa que llamó la atención del propio Creador, que bajó a la Tierra  y se convirtió en el primer hombre, llamado por nuestro pueblo “Mavutsinin”. Enamorado, Mavutsinin puso sus manos dentro del corazón de Morená y de allí sacó, de aquella inmersión en las aguas que formaban el propio cuerpo de Morená, una concha palpitante.  Mavutsinin sopla la concha y Morená se convierte en la primera mujer, quien, unida a Mavutsinin, genera las primeras tribus, a la humanidad.

—¡Escuchad! —dijo alzando la voz el anciano que parecía en éxtasis— Somos hijos de Morená, hijos de las primeras aguas que también generaron los manantiales.

Jamás había escuchado a un relato tan lleno de pasión. Iaê se percató de mi curiosidad y acercándose a mi padre y a mí por fin me pudo explicar por qué se sentía tan feliz en el agua. Papá proseguía con su labor de intérprete traduciendo para mí las dulces palabras de Iaê.

—Para la cultura ancestral Kamaiurá, el agua es la madre de todas vidas. Como somos parte de esa vida recibimos herencias genéticas y espirituales que forman nuestra forma de ser hasta hoy. Una de esas herencias es la habilidad de sentir, de emocionarse, de tener afecto, de amar y de enamorarse. La madre agua, la que genera y mantiene todas las formas de vida, también nos impulsa hacia otras cualidades que son parte inherente del ser humano como la salud, la armonía, la abundancia... todo es parte inagotable de cada célula de nuestro cuerpo, desde el principio, desde aquella primera pasión que empezó todo.

Los Kamaiurás reconocemos todo eso y retribuimos a nuestra madre todo aquello que ella nos regala haciendo básicamente tres cosas: una de ellas es la celebración, una fiesta para las aguas. Otra es jugar dentro del agua, regocijándonos por su presencia. La tercera es dando las gracias a las aguas, a través de cantos y danzas.

El agua es la fuente de toda la vida, la fuente divina, verdadera y consciente de si misma. Nuestro vínculo con las aguas ha estado presente desde que la vida es vida y jamás se acabará.

Entendí aquel mensaje de sabiduría y por algunos momentos me avergoncé de mi mismo. ¿Cuántas veces había despilfarrado agua o maldecido el agua muy fría de la ducha o muy caliente de un té que me quemaba los labios? El hombre blanco de la ciudad se olvidó de su madre, le dio la espalda.

Entendí que los antiguos sabios Kamaiurá ya esperaban que eso pudiera pasar porque una de las tendencias del ser humano es dar la espalda a sus padres. Por eso, determinaron que cada cierto tiempo era necesario volver a mirar hacia sus orígenes y venerarla para que su alma no se volviera cruel.

Al terminar el relato toda la tribu empezó un ritmado baile al sonido de sus instrumentos y cantos embriagadores. Me sentía como fuera de mi cuerpo. Ya no era el mismo. Había sido transformado por aquella experiencia espiritual.

La despedida de aquel gran y sabio pueblo no fue fácil para mí, pero a pesar del dolor que sabía que sentiría por echarlos en falta, volvía a casa con un propósito absolutamente claro en mi mente, alimentado por aquella experiencia.

La pintura corporal y los adornos como collares y cocares son un parte importante de su identidad.
Etnia Kamaiura. Foto: Renato Soares - Imagens do Brasil

Cuando concluí mi grado en energías renovables en la UOC ya tenía estructurada la ONG que dirijo hasta el día de hoy y que se llama “Celebración para las aguas”. Llevamos proyectos de concienciación sobre el uso del agua, soluciones para la reducción de su consumo, descontaminación de ríos y lagos, preservación de manantiales y, principalmente, intentamos que la gente aprenda a rendir homenaje a la madre agua a través del respeto y la gratitud por la vida que nos da.

El agua no es un producto, no es un comercio, no es un negocio. Es la fuente de la vida. Esa memoria debe estar siempre entre nosotros en cada vaso de agua que bebemos, en cada ducha que nos damos.

¡Celebremos el agua! ¡Celebremos la vida!








2 comentarios:

  1. Parabéns,Pilarzinha!!!Seu texto é lindo,sensível,mas tbm muito forte! É um encantamento ler sua escrita!!!

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